A través de
la neblina matinal y bajo el sedante crujir de la nieve inmaculada recién caída
esa misma noche, Eben Kolbe y el resto de barberos desfilan en silencio hacia
el área de llegada del campo de exterminio de Treblinka.
Sin siquiera merecer la atención de los vigías, las
quince figuras escuálidas y desaliñadas, mordidas por un frío atroz, avanzan de
forma cansina al objeto de contribuir a los engranajes de esta singular factoría
de la muerte, inverosímil mezcla de la mayor de las brutalidades con la reconocida
eficiencia alemana.
Poco antes del alba, han entrado las primeras veinte
unidades del convoy. El resto permanecerá no muy lejos, en la estación de
Malkinia, esperando turno. El rendimiento de la factoría es limitado, y el campo,
de pequeñas dimensiones, no está concebido para albergar gente. Sólo es un
lugar de tránsito. De tránsito hacia la muerte.
Eben Kolbe, caminando al frente, levanta la vista y
mira fugazmente a su alrededor. Entre alambradas y torres de vigilancia, el
manto de nieve sin pisar pugna grotescamente por recrear cierta atmósfera de
serenidad. Al fondo se divisa el muro que delimita el área de llegada, una
cerca estrafalariamente recubierta de edredones substraídos del equipaje de anteriores
visitantes. En el centro, los dos
barracones usados como vestuarios hacia los que se dirige el grupo de barberos.
«89 días» murmura Eben.
Conforme los barberos alcanzan su destino, la
habitual confusión de lamentos, protestas, ruegos y llantos empieza a llegarles
del otro lado del muro. Ni la burda recreación de una estación donde ni el
reloj es auténtico, ni las indicaciones de los SS conforme van a ducharse convencen
a nadie. Tras las salvajes condiciones del viaje, ahora multitud de detalles intensifican
el miedo entre el pasaje. Los gritos de los guardias ucranianos, los ladridos
de sus excitados perros, los cadáveres apilados en un rincón del andén de quienes,
por el frío o la sed, no han aguantado el viaje. ¿De quién son y qué ocultan esos
edredones colgando de la verja? ¿De dónde procede este nauseabundo y dulzón hedor
a muerte? Eben sabe perfectamente cuáles son los sentimientos de la pobre gente
que se hacina al otro lado, pero es mejor no pensar en ello. En Treblinka es
mejor no pensar en nada.
Los quince
barberos entran en la sala que, anexada al barracón de mujeres, hace las veces
de barbería, por llamarle de algún modo. Van tomando posiciones entre los
diversos bancos mientras uno de los guardias ucranianos va repartiendo las tijeras
de un saco. El guardia gruñe enfadado
al quedarse en la mano con una de esas enormes tijeras de esquilar ovejas. Un
compañero señala hacia arriba. Falta Daniel Stern. Sus compañeros de camastro
han despertado arrimados a algo frío, rígido y azulado donde normalmente dormía
Daniel. Entre dos han dejado aquello tirado fuera, sobre la nieve, y ahí estará
ahora, aguardando a que alguien lo recoja con la carretilla. En Treblinka nadie
reza el kadish.
El mismo guardia se dirige a la puerta que comunica
con el vestuario de las mujeres y da inicio al proceso como de costumbre. «89
días» murmura de nuevo Eben.
Se abre la puerta y, por grupos, mujeres de todas
las edades, desde niñas hasta ancianas, son obligadas a ir pasando, desnudas y con
el miedo dibujado en sus rostros. Con una pastilla de jabón en la mano, se
arrebujan unas contra otras y se cubren como pueden con la toalla de baño para
aliviar el frío. Sólo profieren algunos gemidos mientras los guardias las exhortan
a entrar y sentarse. Algunas llevan bebés en brazos que, temerosas, sujetan con
fuerza.
Eben y sus compañeros se ponen manos a la obra. Van
cortando el pelo deprisa, de cualquier manera. No vale la pena esforzarse
demasiado y el tiempo apremia. Unos cortes aquí, otros allí, nunca más de dos
minutos. Algunas muchachas sollozan al ver cercenadas sus largas trenzas, otras
ruegan que no corten demasiado, pero en general el proceso parece
tranquilizarlas. Cortar el pelo siempre ha tenido un efecto sedante. Tal vez lo
de las duchas sea cierto. A fin de cuentas, ¿a dónde van a ir si no? No hay que
hacer caso de las habladurías.
Con el pelo cortado, las mujeres van saliendo para ir
dejando sitio a las siguientes. Los guardias las azuzan hacia el sendero que,
como si fuera un embudo, asciende hasta las supuestas duchas. Los alemanes, con
su particular sentido del humor, lo denominan el camino al cielo. «¡Ducha!, ¡ducha!»
grita uno de ellos con sorna.
Treblinka. El monumento al final del camino simboliza las cámaras de gas. La foto está tomada al pie de lo que fuera el camino al cielo.
Justo cuando entran ya las últimas a despachar,
Eben oye cómo una voz familiar lo llama por su nombre. Ya antes le había
parecido oírlo, pero era apenas un susurro entremezclado con el rumor general y
no había prestado atención. Ahora levanta la vista y siente que el mundo entero
se le viene encima. Allí está Esther, de pie, delante suyo, desnuda, temblando
de frío y miedo, con lágrimas deslizándose por sus pálidas mejillas. Como
accionado por un resorte, Eben viaja al pasado. Vuelven a su mente las miradas,
las sonrisas, la primera cita, aquel beso robado, la primera noche juntos, las
largas conversaciones llenas de complicidad, los apacibles paseos por las
inmediaciones del lago, las noches de verano en el porche compartiendo sueños,
regresan recuerdos que Treblinka le había arrancado brutalmente hacía justamente
89 días. ¿Cuánto hace de todo aquello? Parecen años.
Él, absorto, la mira sin saber qué hacer ni decir.
Ella hace el gesto de abrazarle. Él reacciona y la detiene. El compañero que tiene
al lado, Abraham Bomba, ha carraspeado para llamarle la atención. El guardia se
ha percatado de la situación y observa la escena notoriamente tenso. «Seamos
prudentes» acierta a decir Eben mientras la invita a sentarse en el banco.
«¿Qué nos va a ocurrir?» inquiere angustiada. Ignorando
la pregunta, Eben empieza a cortarle el pelo. Con delicadeza, en silencio, le
va cortando sus dorados mechones de pelo, ahora sucio y áspero. Le trae a la
memoria el olor a limpio que percibía cuando dormían abrazados, recuerdo que se
apresura a arrinconar. En su lugar, se esfuerza en que, dentro de la
precariedad, el corte no la desfavorezca demasiado. El alma de Eben no da más
de sí.
«¿Qué nos va a ocurrir?» insiste Esther. Él duda y
mira a su alrededor. Sus compañeros
disimulan y miran de reojo, y el guardia sigue tenso, observando a ambos
fijamente y aferrando su MP40 como si fuera a convertirla en un amasijo de hierros.
Todo está organizado para que la gente ingrese en las cámaras sin dar problemas.
Si trata de explicarle lo que ocurre en realidad, el guardia no dudará en sacarlo
de allí para matarlo discretamente de un tiro en la nuca. Algo que ya no es
capaz de entender le empuja a decir la verdad, pero la verdad ¿para qué? ¿Acaso
cambiaría algo? Lo que ahora, engañadas, harán con docilidad, entonces lo
harían a golpes. Los SS no dudarían en soltarles los perros. ¿De qué sirve el
conocimiento cuando no tienes ningún control sobre los acontecimientos?
Eben interrumpe un instante su labor y toma aire. «Nada.
La higiene es importante. No te preocupes. Luego hablamos» contesta con voz
fría.
La respuesta no parece tranquilizarla demasiado. Esther
trata de buscarle la mirada sin éxito. Le cuesta reconocer en él a su marido.
Más allá de su maltrecho aspecto, Esther le nota la mirada vacía, la expresión
glacial, el movimiento mecánico.
−¿Qué te ocurre, Eben? Te noto tan...
−Luego hablamos –interrumpe él sin poder quitar la
vista de las tijeras.
Pasan unos segundos. Un último corte aquí, luego otro
allí. Eben queda bastante complacido con el trabajo, así que, dándolo por
concluido, ayuda a levantar a Esther y le señala la salida. «Luego hablamos» le
repite de nuevo. Esther marcha con las últimas personas. Eben queda inerte en
el centro de la sala, mirando hacia la salida toda vez que en torno suyo
empieza el ajetreo. Una llamada telefónica y los siguientes veinte vagones se
pondrán en camino, así que hay que darse prisa. Los compañeros se ponen a
barrer el cabello para meterlo en sacas, y en los vestuarios habrán entrado los
reclusos del comando rojo para amontonar por categorías las pertenencias
abandonadas. Siguiendo las órdenes, todos rebuscarán cualquier cosa de valor. En
el matadero de Treblinka, el hombre es como el cerdo: se aprovecha todo.
Al poco, el enorme motor diesel que alimenta las
cámaras se pone en marcha. Eben, sin saber muy bien por qué, recoge un mechón
de pelo de Esther y se acerca al umbral de la puerta para mirar en dirección a
la casa de la muerte. Como es habitual, va pasando el tiempo sin que desde allí
lleguen gritos, ni llantos, ni súplicas. Sólo en un lugar como Treblinka puedes
reparar en algo tan obvio como que nada de eso es posible cuando careces de
aire con el que respirar. Tampoco llegan los golpes en las puertas,
probablemente amortiguados por el ruido del motor.
El guardia ucraniano, yéndose con su saco de tijeras,
se detiene al lado de Eben. Le mira por un momento. «Bien, bien, judío. Tú tan
repugnante que yo. Ya ves» le suelta sonriendo y se va sin más.
Eben asiente con la
cabeza, mira a su alrededor y respira hondo. «89 días» murmura. Sabe que son
muchos días, demasiados. Sabe que los reclusos son regularmente reciclados.
Sabe que cualquier día llegará alguien nuevo asegurando ser barbero, y entonces
él podrá ser eliminado. A los nazis les aterran los supervivientes, cosas de su
paranoico darwinismo. «Habrá que hacer algo» se dice a sí mismo mientras mira las
torres de vigilancia, los vigías, las alambradas; la libertad, diminuta y
tímida, asomando más allá.
Un atisbo de humanidad le mueve a observar el mechón
de pelo sobre la palma de su mano. Trata de pensar en el Eben Kolbe de antaño,
pero lo único que logra es sentirse turbado. Tendría que gritar y llorar de
desesperación. Tendría que arrancarse ropa, piel y ojos de dolor. Tendría que
correr hacia la casa de la muerte y suplicar a los guardias que le abrieran la
puerta. Para entrar y permanecer junto a Esther. Para decirle cuánto la quiere.
Para besarla con dulzura. Para, fundidos en un abrazo, huir empujados por el
viento, hechos humo y cenizas. Para terminar reposando en los cercanos bosques
vírgenes de Bialowieza, entre líquenes y árboles centenarios; o en el fondo de
los lagos de Mazuria, entre algas y caracolas. Pero Eben Kolbe no se siente
capaz de hacerlo, porque, en realidad, Eben Kolbe murió hace exactamente 89
días. En el infierno de Treblinka sólo viven los muertos.
El motor diesel finalmente se detiene. Eben se
guarda el mechón de pelo de Esther en el bolsillo. Se hace el silencio,
infinito, hondo, vacío.
Escena de Shoah con el testimonio de Abraham Bomba, el barbero de Treblinka.
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