28 ene 2013

Catálogo de fauna turística IV - El turista egoísta


El turista egoísta es el peor perfil imaginable. Es una especie de nuevo colonizador, ataviado con el equipo completo de Coronel Tapioca y al que sólo le falta el salakov. Compra la sonrisa de un niño al precio de un caramelo. Es probable que ya le hayan informado de que el azúcar provoca caries y allí no hay dentistas, pero le importa un pepino. El caso es alimentar su ego durante unos días arrogándose el papel de solucionador de los males del mundo. “Si esto pasa, no será porque yo no ayude, desde luego”, piensa. Va provisto de caramelos, bolsas de cacahuetes, bolígrafos, libretas y otros chismes de lo más inverosímiles. Ha pagado un dinero, son sus vacaciones, y eso le otorga derecho de posesión, de injerencia, de hacer lo que le venga en gana. Es capaz de regalar piruletas a todo un poblado para luego regatear a un muchacho el precio de una vasija: “A mí no me toman el pelo, ¡por quién me han tomado!”.

En la visita a un poblado himba presencié cómo un tipejo iba colocando relojes digitales en los brazos de los adolescentes. Era grotesco ver el reloj entre las pulseras talladas a mano. ¿Cuál era el fin de ese regalo? Nunca lo he sabido. En esa misma visita, una señora le levantó el faldón a un bebé en brazos de su estupefacta madre para averiguar si era niño o niña. En otro caso, paseando por un pueblo de Centroamérica, tres señoras irrumpieron en un aula para saludar a los niños y hacerse fotos sentadas en los pupitres como si nada. Una de ellas alegó que es que ella era maestra, como si eso le arrogara un derecho gremial. Con esa misma lógica, cualquier cirujano de vacaciones supongo que puede entrar en un hospital de Kinsasa y hacerle un bypass coronario a algún paciente con apendicitis. 


Este es el perfil que altera más el medio, ya que no dudará en exigir, en pagar, en entrometerse con tal de conseguir una foto, una sonrisa, una escena de caza, una noche de sexo, lo que sea. Un desastre. Habría que retirarles el pasaporte.

25 ene 2013

Arriba los brazos de madera

Las CUP es un partido de carácter asambleario que defiende modelos basados en democracia directa. En la declaración de intenciones del Parlament de Catalunya sobre la soberanía catalana, las CUP emitieron un voto favorable y dos abstenciones. ¿Por qué? Porque en el proceso asambleario previo, dos tercios de los afiliados votaron por la abstención y el resto a favor, y esa proporción se trasladó al Parlament.

En el PSC la cosa fue distinta. Todos votaron en contra excepto cinco, que evitaron votar. ¿Por qué? Porque la dirección del partido había indicado qué opción se tenía que votar, pero esos cinco no estaban de acuerdo. Como consecuencia, el PSC procede a sancionar a estos díscolos por saltarse la llamada disciplina de partido.

Disciplina, qué palabra más militar, pero qué habitual. En muchos partidos se indica a todos los diputados qué opción deben votar o incluso cuál debe ser su posicionamiento público ante cuestiones delicadas. Entonces, ¿para qué sirve toda esa gente? Si en un parlamento hay X representantes adscritos a un partido que impone esta disciplina, ¿para qué van al parlamento? Que se presente un único señor y vote en nombre de los X diputados. Cuando menos, todo ese dinero que nos ahorrábamos manteniendo a X brazos de madera.

Pero en este juego de los disparates podemos ir más allá. Cuando en unas elecciones se impone por mayoría absoluta cierto partido que se rige por la dichosa disciplina, ¿para qué van todos, incluidos los de la oposición? ¿No basta con que vaya uno, informe de la decisión y dé por cerrada la sesión? De hecho, ¿no bastaría con un telefonazo? A ese señor, ¿no le podríamos llamar caudillo? ¿Qué democracia es ésta?

En suma, este modelo representativo de democracia permite la deriva hacia prácticas propias de un sistema totalitario tutelado por los poderes fácticos. Cada cuatro años elegimos al dictador, éste elige a sus consejeros y empieza a tomar decisiones.

Esto no puede ser así. Se impone la adopción de modelos participativos que substituyan los cheques en blanco, el seguidismo y la ausencia de debate.

Si hemos de ser pobres, al menos que sea fruto directo de nuestros errores.

20 ene 2013

Catálogo de fauna turística III - El turista integrado

El turista integrado dice querer viajar en solitario, huyendo de agencias y grupos organizados. Gracias a ello cree moverse en libertad por el país, siente que se mezcla entre la población para captar algo auténtico, real, cotidiano. Pero es una falacia. Por muy a su aire que vaya, el solo hecho de desplazarse por carreteras ya le hace ver un país muy diferente al que conocería si se adentrara unos pocos kilómetros. Además, querrá vivir como ellos, pero jamás comerá lo que ellos, si es que tienen qué comer, ni jamás dormirá donde ellos, si es que tienen dónde dormir. Igualmente, es un extraño y su presencia alterará la conducta en muchos. ¿Acaso, si estuvieras tomando un café en una terraza y en la mesa de al lado tuvieras a un señor vestido de astronauta observándote, te comportarías con normalidad? Pues ellos igual.

El problema de este perfil es que al irrumpir en estos lares con un pequeño mundo occidental a cuestas (indumentaria, gafas, cámaras, móvil, reloj, etc.), creará unos nuevos referentes susceptibles de, a base de repetición (recuerda que varios tendrán la misma idea), terminar generando en los autóctonos insatisfacción por no tener algo que antes no sabían ni que existía. Este efecto de creación de referentes, lo que algunos lo llaman “darles la oportunidad de un mundo mejor”, es un mal de casi todos los tipos de turista y refuerza el efecto de la televisión y la publicidad.

19 ene 2013

La perversidad de los préstamos en divisa

En estos tiempos de crisis se habla mucho de preferentes, de acciones, de opciones, de swaps, de productos de alto riesgo. Te explican cómo mucha gente ha perdido sus ahorros contratándolos y tratan de describirte sin mucho éxito en qué consisten.

Hay uno de estos productos del que se habla poco pero que ha causado estragos en el bolsillo de miles de personas. Se trata del préstamo en divisa, un producto que conozco bastante bien y que, por tanto, puedo tratar de explicar con fervor didáctico.

Supongamos que te conceden un préstamo a 30 años de X yenes, la moneda japonesa. Supongamos también, para simplificar, que pactas devolverlo en un único recibo al cabo de esos 30 años. Es raro, pero a efectos prácticos es lo mismo y se simplifica la explicación. Total, que te dan X yenes y al cabo de 30 años los devuelves junto a los intereses, tacatá.

¿Por qué contratas un préstamo así? Porque el banco te explica que el tipo de interés del yen es más bajo que el del euro, que así viene siendo desde hace tiempo y que no hay razón para pensar que esto vaya a cambiar. ¿En vez de pedir euros pides yenes y pagas menos? Tiene gancho el producto, ¿cierto? Pues no te lo piensas.

Ahora bien, el que te vende el piso o lo que sea no quiere saber nada de yenes, claro. Te pide que le pagues en euros. Pues ningún problema. El banco, en vez de abonarte los X yenes en tu cuenta, te abona su equivalente en euros al cambio vigente en ese momento. Dicho de otro modo, te compra los yenes que te acaba de prestar.

Pasan 30 años y llega el momento de devolver esos X yenes más los intereses. Sin embargo, tu empresa todos estos años te ha estado pagando la nómina en euros, así que en tu cuenta sólo tienes euros. Ningún problema. El banco te carga el equivalente en euros de todos esos yenes aplicando el cambio vigente 30 años después. En otras palabras, te vende los yenes que le tienes que devolver.

Si me he explicado bien, ya irás intuyendo por dónde te vendrán los problemas. Veamos.

Primer posible problema: En todo este tiempo el precio del yen no ha fluctuado. Entonces el banco te aplica en el vencimiento (cargo) un cambio peor que el que te aplicó en la apertura (abono). ¿Por qué? Porque el banco siempre aplica un cambio más beneficioso para él cuando te compra yenes que cuando te los vende. Total, que se da la paradoja de que, sin siquiera contar los intereses, debes más euros de los que te dieron. Pierdes dinero.

Segundo posible problema: El yen se ha devaluado. Los X yenes ahora (cargo) equivalen a más euros que en la apertura (abono). Es mucho peor que en el anterior caso. Pierdes dinero.

Tercer posible problema: El tipo de interés ha ido aumentando. Lo que en un principio era ventajoso, quizás ahora es ruinoso. Pagas más intereses de los que te pensabas. Además, esos intereses tendrás que pagarlos en euros porque, no lo olvides, en tu cuenta no tienes yenes. Ahí de nuevo tienes el cambio jugando.

Vistos los tres problemas, ¿cuándo resulta ventajoso para ti semejante préstamo respecto al préstamo en euros de toda la vida? Sencillo. Sólo te interesa si el precio del yen sube y, por el contrario, el tipo de interés se mantiene o incluso desciende. Pero no sabes predecir el futuro, ¿verdad? Y tampoco lo sabe predecir tu banco, ¿verdad?

Pero al banco poca falta le hace predecir el futuro. ¿Qué le pasa al banco? ¿Ha corrido riesgo el banco? Cuando a ti te presta los X yenes, se va al mercado y contrata un préstamo de X yenes a un tipo de interés inferior al que a ti te concede. Cuando le compras yenes, él va al mercado a vendérselos, obviamente a un precio más favorable. Cuando luego te los vende es porque se los acaba de comprar a un precio de nuevo más favorable. Total, que nunca pierde. De hecho, siempre gana. Negocio redondo.

Veamos un caso real (ver fuente aquí). El empresario José de Azevedo contrató uno de estos préstamos el 2006 por un equivalente en yenes de 360.000 euros (abono). Sólo entre julio del 2008 y enero del 2012 el yen se devaluó el 43,27%. ¿Qué tal ha ido con el tipo de interés? Es irrelevante. Ahora, tras haber ido pagando los recibos, los yenes que todavía tiene que devolver han decrecido, claro, pero equivalen a la friolera 480.000 euros. La cuota de capital, por su parte, ha pasado de los 3.000 a los cerca de 6.000 euros cada tres meses. El préstamo no para de crecer y crecer y crecer.
 
Con lo que te acabo de explicar, ¿tu lo contratarías? ¿Crees que se lo explicó el banco a este pobre hombre? ¿Crees que era imbécil?

Tela marinera.

15 ene 2013

Catálogo de fauna turística II - El turista ingenuo

El turista ingenuo va al encuentro de un mundo que ha idealizado, una mezcla de pasajes de libros y películas, historias de amigos viajeros, anuncios publicitarios y fantasías de la infancia. Llegados a destino, casi todos continúan viendo aquello que está en su mente, como cuando ves en tu pareja más lo que querrías ver que no lo que realmente es.

A este perfil va asociado el que podríamos llamar “efecto India”. ¿Cuánta gente ha regresado de ese país asegurando que le ha cambiado la vida? Todos deberíamos saber que la felicidad no es el resultado de una consecución de éxitos sino de una actitud. Sin embargo, mucha gente tiene que ir a lugares donde impera la miseria para, al ver a lugareños sonreír mientras trabajan en vertederos de basura, caer en la cuenta. Menudo descubrimiento.

Otra situación habitual se da al enfrentar la inexistencia del África romántica. Estás horas en un coche, botando a través de carreteras parcheadas, para de pronto, tras entregar una entrada y cruzar una barrera, penetrar en un recinto, a menudo vallado y sujeto a normas y horarios, lleno de cebras, jirafas, antílopes, elefantes, la fauna salvaje. Hasta entrar allí sólo habrás visto cabras y vacas. ¿Dónde están esas escenas de manadas enormes que corrían asustadas cuando sobrevolabas la sabana en avioneta? Algo de eso queda en Serengueti y Masai Mara, pero a cambio de encontrarte observando a un león sesteando con una docena de vehículos alrededor. Sin embargo, el turista ingenuo es capaz de pasar por alto estos detallitos sin pestañear. No los quiere ver, así que no los ve. Fácil, ¿verdad? Hace sus fotos, exclama sentirse fascinado por tanta belleza, y se vuelve al lodge a dormir.

La incidencia de este perfil en el entorno es secuela de la buena fe y la desinformación, ya que éstas le pueden llevar a cometer torpezas de lo más diversas. La más común consiste en la manía de dar de comer a la fauna salvaje como si estuviera en un zoo. Los animales cambian sus hábitos alimenticios y adquieren una dependencia que les lleva a la muerte cuando un buen día el turismo se encapricha con irse con sus cámaras a otra parte. También es un gran repartidor de caramelos entre los autóctonos, sin pensar en los daños que pueda producir en la dentición de personas cuya dieta carece de azúcar.

12 ene 2013

Catálogo de fauna turística I – Los desmanes del viajero


Un principio fundamental de la física cuántica es que para observar algo tienes que interactuar con ello, lo cual pasa inevitablemente por modificar su estado. Pues bien, este principio es trasladable al viajero. En efecto, jamás vamos a observar algo tal cual es, puesto que nuestra simple presencia ya lo alterará.

Esto que formalmente puede sonar original y sugerente, en la práctica es un desastre. Poco importa en lugares como NYC, ejemplo donde el turismo está absolutamente integrado, como algo más dentro de su carácter cosmopolita. En general, así ocurre en lo que llamamos el mundo occidental o en las grandes metrópolis. Pero cuando uno se empecina en visitar culturas exóticas, grupos étnicos, sociedades subdesarrolladas según nuestros parámetros, lugares con costumbres muy distintas a las nuestras, entonces ya vienen los destrozos. Los nativos descubren el dinero, adoptan el negocio de la artesanía, los llamados donativos les enseñan la profesión de mendigo, abandonan sus actividades habituales, descubren males como el alcoholismo, adquieren nuevos referentes, se occidentalizan. Tras algunas generaciones, su cultura, si no ha desaparecido, se ha convertido en un espectáculo sin sentido y adaptado a las exigencias de un turista convertido en espectador.

¿Es esto malo? Pues habría que preguntárselo a ellos, a los llamados nativos. Nadie les puede cuestionar el derecho a llevar sus vidas como estimen oportuno. Sin embargo, es innegable que la destrucción de la diversidad cultural del planeta nos lleva a una realidad carente de contrastes, un mundo uniforme y aburrido, esa sopa oscura que de niños obteníamos en las clases de manualidades cuando, con curiosidad, mezclábamos todos los colores. Al ministro Wert le gustaría; a muchos otros, no.

La expansión de este conflicto nos invita a tratar el fenómeno viajero con cierto detenimiento. En una serie de breves capítulos desmenuzaremos el turista en los diversos perfiles con los que nos podemos encontrar en base a cómo influye cada uno en el medio. Conviene aclarar que con esto no pretendemos afirmar que un turista en sí sea perjudicial. El problema aparece cuando llegas a tu destino y te percatas de que otros han tenido exactamente la misma idea que tú. Y eso suele pasar. Y entonces vienen los problemas.

9 ene 2013

Las raíces de esta crisis

En este país mantenemos una actitud ambivalente hacia el poder. Cuando lo tenemos frente a nosotros, nos mostramos sumisos. Cuando nos da la espalda, lo criticamos y miramos de saltárnoslo. Es consecuencia de tantos siglos de totalitarismo, cuando las leyes e impuestos tendían a ser para beneficio del soberano de turno y toda su corte, impidiendo así crear un sentido de "el estado somos todos". Con una transición muy indulgente y demasiado reciente, se acabaron los reyezuelos con rulos y los dictadores con bigotito pero no así esa vieja mentalidad, la cual permanece instalada tanto en los pelacañas como en los poderosos, cada uno en su escala. Los poderosos, erigidos en émulos de los soberanos de antaño, tratan de afanar dinero, o evadir a paraísos fiscales, o colocar a la familia, o contentar a los de su calaña, o pactar encubrimientos. Los pelacañas conducen a más de 120 Km/h, o se cuelan en el metro, o defraudan a hacienda, o copian en los exámenes, o piratean películas. Se cumple de esta manera la máxima de que los gobernantes son un reflejo del pueblo al que representan.

Salir del atolladero en el que ahora mismo nos encontramos pasa ineludiblemente por substituir nuestra mentalidad por una conciencia social basada en la solidaridad, desterrando así tanto individualismo. Sin embargo, ello probablemente nos tome una generación en el mejor de los casos, por lo que, mientras tanto, únicamente queda una  alternativa.

6 ene 2013

El barbero de Treblinka


A través de la neblina matinal y bajo el sedante crujir de la nieve inmaculada recién caída esa misma noche, Eben Kolbe y el resto de barberos desfilan en silencio hacia el área de llegada del campo de exterminio de Treblinka.

Sin siquiera merecer la atención de los vigías, las quince figuras escuálidas y desaliñadas, mordidas por un frío atroz, avanzan de forma cansina al objeto de contribuir a los engranajes de esta singular factoría de la muerte, inverosímil mezcla de la mayor de las brutalidades con la reconocida eficiencia alemana.

Poco antes del alba, han entrado las primeras veinte unidades del convoy. El resto permanecerá no muy lejos, en la estación de Malkinia, esperando turno. El rendimiento de la factoría es limitado, y el campo, de pequeñas dimensiones, no está concebido para albergar gente. Sólo es un lugar de tránsito. De tránsito hacia la muerte.

Eben Kolbe, caminando al frente, levanta la vista y mira fugazmente a su alrededor. Entre alambradas y torres de vigilancia, el manto de nieve sin pisar pugna grotescamente por recrear cierta atmósfera de serenidad. Al fondo se divisa el muro que delimita el área de llegada, una cerca estrafalariamente recubierta de edredones substraídos del equipaje de anteriores  visitantes. En el centro, los dos barracones usados como vestuarios hacia los que se dirige el grupo de barberos. «89 días» murmura Eben.

Conforme los barberos alcanzan su destino, la habitual confusión de lamentos, protestas, ruegos y llantos empieza a llegarles del otro lado del muro. Ni la burda recreación de una estación donde ni el reloj es auténtico, ni las indicaciones de los SS conforme van a ducharse convencen a nadie. Tras las salvajes condiciones del viaje, ahora multitud de detalles intensifican el miedo entre el pasaje. Los gritos de los guardias ucranianos, los ladridos de sus excitados perros, los cadáveres apilados en un rincón del andén de quienes, por el frío o la sed, no han aguantado el viaje. ¿De quién son y qué ocultan esos edredones colgando de la verja? ¿De dónde procede este nauseabundo y dulzón hedor a muerte? Eben sabe perfectamente cuáles son los sentimientos de la pobre gente que se hacina al otro lado, pero es mejor no pensar en ello. En Treblinka es mejor no pensar en nada.

Los quince barberos entran en la sala que, anexada al barracón de mujeres, hace las veces de barbería, por llamarle de algún modo. Van tomando posiciones entre los diversos bancos mientras uno de los guardias ucranianos va repartiendo las tijeras de un saco. El guardia gruñe enfadado al quedarse en la mano con una de esas enormes tijeras de esquilar ovejas. Un compañero señala hacia arriba. Falta Daniel Stern. Sus compañeros de camastro han despertado arrimados a algo frío, rígido y azulado donde normalmente dormía Daniel. Entre dos han dejado aquello tirado fuera, sobre la nieve, y ahí estará ahora, aguardando a que alguien lo recoja con la carretilla. En Treblinka nadie reza el kadish.

El mismo guardia se dirige a la puerta que comunica con el vestuario de las mujeres y da inicio al proceso como de costumbre. «89 días» murmura de nuevo Eben.

Se abre la puerta y, por grupos, mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas, son obligadas a ir pasando, desnudas y con el miedo dibujado en sus rostros. Con una pastilla de jabón en la mano, se arrebujan unas contra otras y se cubren como pueden con la toalla de baño para aliviar el frío. Sólo profieren algunos gemidos mientras los guardias las exhortan a entrar y sentarse. Algunas llevan bebés en brazos que, temerosas, sujetan con fuerza.

Eben y sus compañeros se ponen manos a la obra. Van cortando el pelo deprisa, de cualquier manera. No vale la pena esforzarse demasiado y el tiempo apremia. Unos cortes aquí, otros allí, nunca más de dos minutos. Algunas muchachas sollozan al ver cercenadas sus largas trenzas, otras ruegan que no corten demasiado, pero en general el proceso parece tranquilizarlas. Cortar el pelo siempre ha tenido un efecto sedante. Tal vez lo de las duchas sea cierto. A fin de cuentas, ¿a dónde van a ir si no? No hay que hacer caso de las habladurías.

Con el pelo cortado, las mujeres van saliendo para ir dejando sitio a las siguientes. Los guardias las azuzan hacia el sendero que, como si fuera un embudo, asciende hasta las supuestas duchas. Los alemanes, con su particular sentido del humor, lo denominan el camino al cielo. «¡Ducha!, ¡ducha!» grita uno de ellos con sorna.
Treblinka. El monumento al final del camino simboliza las cámaras de gas. La foto está tomada al pie de lo que fuera el camino al cielo.

















     Justo cuando entran ya las últimas a despachar, Eben oye cómo una voz familiar lo llama por su nombre. Ya antes le había parecido oírlo, pero era apenas un susurro entremezclado con el rumor general y no había prestado atención. Ahora levanta la vista y siente que el mundo entero se le viene encima. Allí está Esther, de pie, delante suyo, desnuda, temblando de frío y miedo, con lágrimas deslizándose por sus pálidas mejillas. Como accionado por un resorte, Eben viaja al pasado. Vuelven a su mente las miradas, las sonrisas, la primera cita, aquel beso robado, la primera noche juntos, las largas conversaciones llenas de complicidad, los apacibles paseos por las inmediaciones del lago, las noches de verano en el porche compartiendo sueños, regresan recuerdos que Treblinka le había arrancado brutalmente hacía justamente 89 días. ¿Cuánto hace de todo aquello? Parecen años.

Él, absorto, la mira sin saber qué hacer ni decir. Ella hace el gesto de abrazarle. Él reacciona y la detiene. El compañero que tiene al lado, Abraham Bomba, ha carraspeado para llamarle la atención. El guardia se ha percatado de la situación y observa la escena notoriamente tenso. «Seamos prudentes» acierta a decir Eben mientras la invita a sentarse en el banco.

«¿Qué nos va a ocurrir?» inquiere angustiada. Ignorando la pregunta, Eben empieza a cortarle el pelo. Con delicadeza, en silencio, le va cortando sus dorados mechones de pelo, ahora sucio y áspero. Le trae a la memoria el olor a limpio que percibía cuando dormían abrazados, recuerdo que se apresura a arrinconar. En su lugar, se esfuerza en que, dentro de la precariedad, el corte no la desfavorezca demasiado. El alma de Eben no da más de sí.

«¿Qué nos va a ocurrir?» insiste Esther. Él duda y mira a su alrededor. Sus compañeros  disimulan y miran de reojo, y el guardia sigue tenso, observando a ambos fijamente y aferrando su MP40 como si fuera a convertirla en un amasijo de hierros. Todo está organizado para que la gente ingrese en las cámaras sin dar problemas. Si trata de explicarle lo que ocurre en realidad, el guardia no dudará en sacarlo de allí para matarlo discretamente de un tiro en la nuca. Algo que ya no es capaz de entender le empuja a decir la verdad, pero la verdad ¿para qué? ¿Acaso cambiaría algo? Lo que ahora, engañadas, harán con docilidad, entonces lo harían a golpes. Los SS no dudarían en soltarles los perros. ¿De qué sirve el conocimiento cuando no tienes ningún control sobre los acontecimientos?

Eben interrumpe un instante su labor y toma aire. «Nada. La higiene es importante. No te preocupes. Luego hablamos» contesta con voz fría.

La respuesta no parece tranquilizarla demasiado. Esther trata de buscarle la mirada sin éxito. Le cuesta reconocer en él a su marido. Más allá de su maltrecho aspecto, Esther le nota la mirada vacía, la expresión glacial, el movimiento mecánico.

−¿Qué te ocurre, Eben? Te noto tan...

−Luego hablamos –interrumpe él sin poder quitar la vista de las tijeras.

Pasan unos segundos. Un último corte aquí, luego otro allí. Eben queda bastante complacido con el trabajo, así que, dándolo por concluido, ayuda a levantar a Esther y le señala la salida. «Luego hablamos» le repite de nuevo. Esther marcha con las últimas personas. Eben queda inerte en el centro de la sala, mirando hacia la salida toda vez que en torno suyo empieza el ajetreo. Una llamada telefónica y los siguientes veinte vagones se pondrán en camino, así que hay que darse prisa. Los compañeros se ponen a barrer el cabello para meterlo en sacas, y en los vestuarios habrán entrado los reclusos del comando rojo para amontonar por categorías las pertenencias abandonadas. Siguiendo las órdenes, todos rebuscarán cualquier cosa de valor. En el matadero de Treblinka, el hombre es como el cerdo: se aprovecha todo.

Al poco, el enorme motor diesel que alimenta las cámaras se pone en marcha. Eben, sin saber muy bien por qué, recoge un mechón de pelo de Esther y se acerca al umbral de la puerta para mirar en dirección a la casa de la muerte. Como es habitual, va pasando el tiempo sin que desde allí lleguen gritos, ni llantos, ni súplicas. Sólo en un lugar como Treblinka puedes reparar en algo tan obvio como que nada de eso es posible cuando careces de aire con el que respirar. Tampoco llegan los golpes en las puertas, probablemente amortiguados por el ruido del motor.

El guardia ucraniano, yéndose con su saco de tijeras, se detiene al lado de Eben. Le mira por un momento. «Bien, bien, judío. Tú tan repugnante que yo. Ya ves» le suelta sonriendo y se va sin más.

Eben asiente con la cabeza, mira a su alrededor y respira hondo. «89 días» murmura. Sabe que son muchos días, demasiados. Sabe que los reclusos son regularmente reciclados. Sabe que cualquier día llegará alguien nuevo asegurando ser barbero, y entonces él podrá ser eliminado. A los nazis les aterran los supervivientes, cosas de su paranoico darwinismo. «Habrá que hacer algo» se dice a sí mismo mientras mira las torres de vigilancia, los vigías, las alambradas; la libertad, diminuta y tímida, asomando más allá.

Un atisbo de humanidad le mueve a observar el mechón de pelo sobre la palma de su mano. Trata de pensar en el Eben Kolbe de antaño, pero lo único que logra es sentirse turbado. Tendría que gritar y llorar de desesperación. Tendría que arrancarse ropa, piel y ojos de dolor. Tendría que correr hacia la casa de la muerte y suplicar a los guardias que le abrieran la puerta. Para entrar y permanecer junto a Esther. Para decirle cuánto la quiere. Para besarla con dulzura. Para, fundidos en un abrazo, huir empujados por el viento, hechos humo y cenizas. Para terminar reposando en los cercanos bosques vírgenes de Bialowieza, entre líquenes y árboles centenarios; o en el fondo de los lagos de Mazuria, entre algas y caracolas. Pero Eben Kolbe no se siente capaz de hacerlo, porque, en realidad, Eben Kolbe murió hace exactamente 89 días. En el infierno de Treblinka sólo viven los muertos.

El motor diesel finalmente se detiene. Eben se guarda el mechón de pelo de Esther en el bolsillo. Se hace el silencio, infinito, hondo, vacío.
Escena de Shoah con el testimonio de Abraham Bomba, el barbero de Treblinka.

5 ene 2013

La atribulada vida de Piolet

Piolet iba cada día a trabajar. Tenía fama de trabajador. Tampoco es que ganara mucho, unas 2.000 lombrices mensuales, pero se sentía satisfecho. Cada fin de mes le entregaba las lombrices a papá, el cual se quedaba con 800 y le devolvía las 1.200 restantes. “Toma, para tus cositas” le decía. En el nido eran 17 hermanos y no todos iban igual de boyantes, así que papá repartía esos 800 anélidos entre los más desfavorecidos. 

A Piolet en principio no le importaba. “Invertirán esas lombrices en ir a la universidad y en un tiempo ya podrán disponer de sus propias lombrices; todo sea por el bien familiar” se decía. Pero pasaron casi treinta años y nada de eso había ocurrido. Piolet incluso observaba con estupor cómo muchos hermanos se habían dedicado a dilapidar las lombrices en pajarracas y construcción de nidos estrafalarios, y todo ello con el consentimiento de papá. Total, que empezó a sugerir a papá que no le retuviera tantas lombrices. Sin embargo, siempre recibía la misma respuesta, “la familia es la familia”. Para más inri, diversos hermanos le increpaban por insolidario. 

Frustrado, a veces se planteaba abandonar el hogar, pero de eso nadie en la familia quería ni oír hablar. “¿Por qué?” preguntaba Piolet. “Porque somos una familia y las familias son indivisibles”, le respondía papá. Bien al contrario. Piolet era aficionado a coleccionar hojas de parra; manías que tiene uno. El caso es que canjeaba parte de su asignación de lombrices por hojas de todos los tamaños y matices. Ah no, qué escándalo. Los hermanos se indignaban. ¿A quién se le ocurre dilapidar el patrimonio familiar en eso?, menuda tontería. Piolet no entendía nada. ¿Acaso mejor me lo gasto en construir nidos raros que nadie usa? ¿Quizás en pajarracas? 

Con el tiempo, conforme el coste de la vida IVA subiendo, llegó el día en el que ya ni llegaba a fin de mes. Entonces acudió a papá y le pidió que de una vez por todas pudiera disponer de una mayor parte de lo que ganaba. Era su trabajo, eran sus lombrices, y como papá era muy liberal, pensó que lo entendería. Pero no fue así. Papá se negó y en su lugar le dijo que le prestaría lombrices a cambio de unos intereses. Algunos hermanos se burlaron: “mira, el que quería independizarse ahora pide lombrices, que se joda” (expresión muy de moda en la familia). Piolet sentía que aquello no era justo, con lo que todavía tenía más ganas de largarse. 

La situación dio un giro cuando Papá conoció a una pájara alemana, una tal Ángela, que resultó ser una bruja. Desplumó al padre con sus artes seductoras y todos terminaron en la indigencia. 

Así acaban muchas familias.