21 may 2013

En un país de muchas luces

Sale en las noticias. La iluminación para la boda de niña Aznar costó 32.542 euros, euro arriba, euro abajo. Qué de luz. No cabe duda de que la novia estaría deslumbrante. Si es que por esa suma yo les instalaba los focos antiaéreos de Montjuic, y aún me sobraba para cafés, copas, puros, cubatas y la orquestilla sandunguera de mi vecino Wilson.

Pero vayamos a lo importante. Mamá Aznar, corroborando las palabras de ese yerno por cuyo nombre terminas teniendo que escupir para pronunciarlo, ha comentado que es un regalo de boda, supongo que para… deja que pruebe… agagsajar. El comentario ha sido tal cual, que si no entrecomillo es por pereza, y constituye una aclaración que da robustez al nuevo marco legal implantado por la doctrina Camps. En suma, todas estas cosas son regalos. Repite conmigo: regalos. En este país no hay tramas de corrupción ni leches; es que nos gusta regalar. Rollo cultural. Yo te regalo, tú me regalas y, oye, si tras regalarle a tu amiguito del alma un yate, él va y te regala un chalet, pues a eso se le llama intercambio de regalos y es una costumbre milenaria que todavía practican las tribus amazónicas. Regalos de cumpleaños, regalos de boda, regalos por la onomástica, regalos de Papá Noel y los Reyes (magos o no), regalos de los padrinos el día de la mona, regalos de comunión, mira tú, con tanto ajetreo no vas a ser tan maleducado de pedir factura cada vez, venga ya. Y si uno tiene amigos generosos, a mí qué me cuentas. Búscate mejores amigos, envidioso, que para eso están los pijos y los ricos, para hacer gasto. No casaremos a la niña a la luz de una vela, por dios.

Ahora ya estoy impaciente para que podamos fusionar la doctrina Camps con la inminente doctrina Cristina. Así, si tu marido se llama Jack y por las noches llega ensangrentado, con un cuchillo enorme en las manos y te regala una oreja, le das las gracias y sigues mirando la tele.


8 may 2013

Ha nacido un idioma

Qué chulo. Acabo de descubrir que domino a la perfección cuatro lenguas: catalán, castellano, valenciano y, ahora, la lengua aragonesa propia del área oriental. Estaría genial que en Catalunya, ya puestos, el castellano pasara a llamarse XJ-13. El nombre es molón y me permitiría indicar en mi currículum que soy quintilingüe, ahí es nada.

Ahora más en serio (mira que me cuesta), las Cortes de Aragón se han sacado de la manga una ley por la cual el catalán hablado en la zona oriental de Aragón pasa a denominarse lengua aragonesa propia del área oriental, así, tal cual. Quizás es para distinguirlo como variante dialectal del catalán, pero me da que en ningún documento, estudio ni redactado aparecerá semejante aseveración. De hecho, apuesto a que es justo para lo contrario, para desmarcarse como lengua distinta.

Es obvio que si dos personas al hablar se entienden perfectamente es que hablan el mismo idioma, se le llame como se le llame, así que me importa un rábano que le llamen así o asá. Por mí, como si le llaman zurundullo. Que cada cual haga el ridículo como mejor le parezca. Ahora bien, lo que sí me preocupa es el problema social que alimentan decisiones de este tipo.

Si alguna institución se empeña en inventar cierto nombre e imponerlo, las preguntas son inevitables. ¿Dónde radica la necesidad de inventar nombres? ¿Hay algún problema en llamarlo catalán? ¿Produce alguna reacción alérgica? En Colombia no han legislado para llamar colombiano a su idioma. Tampoco han hecho lo propio en Argentina, Perú, México o Guinea Ecuatorial. Todos ellos están en su derecho, desde luego, pero ¿por qué no lo han ejercido? La pregunta no es baladí (cuánto me pone esta palabra). Muchas personas dicen estar en contra del nacionalismo catalán, y a ello no hay nada que objetar. Es una postura ideológica tan respetable como la contraria. La coexistencia de ambas produce un antagonismo en el que cada parte actúa en pos de sus objetivos. El problema es que, no nos engañemos, detrás de la oposición al nacionalismo catalán con no poca frecuencia viene existiendo una mal disimulada catalanofobia, y ahora todo apunta a que las tensiones entre autonomías y gobierno central la están alimentando para solaz de la derecha más casposa. Este resentimiento se dispersa por todos los ámbitos sociales, algo a lo que las instituciones públicas no son inmunes. Sin embargo éstas, en vez de mitigarlo fomentando la tolerancia y el entendimiento, se encargan de todo lo contrario, lo amplifican a base de leyes como la que nos ocupa, que transmiten a la población de forma soterrada un mensaje inequívoco de repulsa.

En Catalunya jamás se ha planteado llamarle al castellano de otra manera. Sí es verdad que no se le suele llamar español, pero ambos términos son plenamente válidos, tanto es así que el artículo 3.1 de la Constitución afirma que «el castellano es la lengua española oficial del Estado». La Generalitat de Catalunya podría legislar para que el castellano se pasara a llamar catallano, castalán o incluso catalán de allende las fronteras, que mola que te cagas, pero no lo ha hecho. Imaginémonos ahora la que se liaba si se hiciera. Dan ganas, pero no estaría bien. Una cosa es que, por desgracia, existan fobias entre unos y otros, otra muy distinta es que éstas se alimenten desde la esfera pública.

En muchos medios se critica a los nacionalistas catalanes y de otras partes, a menudo con muestras de intolerancia tales como el uso del término nazionalista para referirse a ellos. Se apresuran a añadir que no tienen nada contra los catalanes, por supuesto, y que adoran Catalunya y su gente, el mar, la gastronomía, y que el idioma es precioso. Hasta un energúmeno con bigote lo habla en círculos íntimos, fíjate tú. ¿A qué viene tanta excusa? Hagamos la prueba. No paran de arremeter contra embajadas, rótulos y colegios, así que, por coherencia, ¿criticarán ahora estos disparates lingüísticos? ¿No? ¿Por qué no? Ah, ya, dejad que adivine. Dirán que es un debate tontorrón y que cada cual llame a las cosas como le plazca, que para eso vivimos en un país libre. Claro claro.

Lo dicho.


7 may 2013

Reflexiones sobre la doctrina vegana

PREÁMBULO

No pretendo centrarme en la dieta vegana sino en lo que bien podría darse en llamar doctrina vegana. En los últimos años he mantenido debates con diversas personas adscritas a esta doctrina, lo cual me ha permitido pulir las líneas argumentales de mi postura personal y sería una pena que quedaran por ahí abandonadas, en algún rincón de la memoria. Así pues, aprovecho ahora este blog para dejarlo por escrito y bien estructurado. Además, como la doctrina vegana siempre anda en pos de nuevos seguidores y a menudo para ello resulta insidiosa, queda esta entrada para que la aproveche todo aquel que se encuentre también inmerso en algún debate sobre el particular.

Sobre todo, no quisiera que se sintiera aludida cualquier persona por el mero hecho de seguir la dieta vegana. Por eso insisto en hablar de doctrina vegana y me referiré a sus seguidores como, si se me permite, integristas veganos.

LA DOCTRINA VEGANA Y SUS PILARES

La doctrina o moral vegana se basa en el principio de infligir el menor daño posible a toda forma de vida, animal o vegetal. Este principio comporta posturas de respeto al medio ambiente y conservación de ecosistemas, pero también se lleva hasta el extremo de situar a cualquier especie animal en un plano de igualdad respecto a la nuestra.

A la hora de concretar el respeto a las formas de vida, la doctrina vegana distingue entre las sintientes y las no sintientes. Se considera como sintiente aquella forma de vida capaz de sentir y, en particular, de padecer. Dado que ello lo asocia a la tenencia de un sistema nervioso central (¿?), deja al margen tanto la vida vegetal como algunos organismos rudimentarios. Esta distinción es la que lleva a la adopción de la llamada dieta vegana, que no es otra que aquella que se basa exclusivamente en alimentos procedentes del mundo vegetal, lo cual no sólo excluye la carne sino también cualquier otro producto obtenido del reino animal, como puede ser leche, huevos o miel. También lleva a evitar el uso de artículos obtenidos de la explotación animal, como bien pueden ser seda, piel o lana, sin olvidar todo aquello que se haya fabricado a partir de la experimentación con animales.

La doctrina vegana denomina especista a todo aquel que no comparte estos valores, neologismo creado para designar al que discrimina a las especies respecto a la nuestra. Aunque no es más que una definición, bien es verdad que el término lo suele usar en tono peyorativo, como si dar más valor a la vida de un bebé que a la de un cachorro fuera una postura deleznable cuando a la mayoría le parecerá justo lo contrario. En general, para el vegano integrista cualquier persona ajena a su doctrina es una de dos, o cruel o ignorante. Con la primera adoptará una actitud de repudia en tanto que con la segunda se arrogará la misión de mostrarle el camino. Así suele ser.

Esta especie de pedagogía del veganismo, no obstante, tiende a la torpeza. Así, por ejemplo, a menudo se emplean imágenes de animales moribundos y mensajes recriminatorios que más bien generan repulsa. Semejante impericia obedece a una visión inflexible del mundo. Las problemas son los que son y sólo se pueden solucionar de cierta manera, que por un casual es la de la doctrina vegana, mientras que aquellos que no la compartan carecen de autoridad moral para abanderar valores de bondad, honestidad, justicia o solidaridad. Los descalifica porque, a su parecer, hablan discursos prefabricados que recitan como un mantra pero que sólo son pretextos para disimular una postura egoísta. Suele decir de ellos que “no escuchan”, “no quieren entender”, “se cierran en banda” y cosas por el estilo.

No obstante, basta profundizar un poco para darse cuenta de que los argumentos de la doctrina vegana son bastante endebles y que el seguimiento de dicha doctrina se enmarca más bien en un conjunto de idearios naif muy arquetípicos. Veremos los argumentos más relevantes uno por uno.

Lo más sano:

Se trata de probar que la dieta vegana es más sana que la omnívora para esgrimirlo como argumento persuasor. Sin embargo, algo así es imposible de demostrar. Si alguien no quiere tener problemas significativos de salud por seguir una dieta en particular, sea la que sea, deberá tener ciertos conocimientos dietéticos, someterse a controles periódicos y evitar determinados abusos. Quien diga que no, está mintiendo. En el caso de la dieta vegana, sin ir más lejos, la carencia de vitamina B12 puede requerir de algún complemento vitamínico. En general, por más ejemplos que se pongan sobre la bondad de una dieta vegana, es imposible que éstos terminen cuantificando las ventajas de dicha dieta como para poder concluir que es mejor. Poner mil ejemplos de algo no es prueba de nada.

Aun y así, abunda el empeño en mantener este estéril debate, como si el seguimiento de algún tipo de dieta se tratara de un concurso de a ver quién es más sano.

Este empeño nace del mismo complejo que lleva a este movimiento al absurdo de preparar comidas veganas con forma de hamburguesa o salchicha. El hecho de representar una minoría dentro de la sociedad crea esta inseguridad que obliga a reafirmarse constantemente, a intentar adoctrinar y a utilizar para ello argumentos a menudo ridículos.

Lo más natural:

Sostiene que el ser humano es de naturaleza herbívora y que la incorporación de alimentos de origen animal en nuestra dieta es del todo cultural. Esto es una falacia.

El aparato digestivo, la dentición, los restos arqueológicos, las primeras formas de expresión artística, los hábitos alimenticios de etnias contemporáneas en ecosistemas similares a los del paleolítico, todos los indicios apuntan al carácter omnívoro de la especie homo sapiens sapiens, rasgo que vendría siendo propio de su árbol filogenético desde, al menos, el homo habilis. Es probable que exista algún científico que asegure lo contrario, y habría que dedicarle la debida atención, pero la doctrina actual va en la dirección omnívora y a ella hay que remitirse por ahora.

Sin embargo, no pocos veganos se empecinan en agarrarse al menor indicio que les permita contradecir esta corriente científica. Con ello, lo único que logran es desviar el debate hacia un tema irrelevante, puesto que el carácter natural de cierta dieta no es un atributo que invalide cualquier otra. Cada cual es libre de alimentarse como estime oportuno, cuestiones evolutivas al margen. Nuevamente asoma el complejo de inferioridad que comentábamos antes.

Lo más ecológico:

A fin de salvar el planeta, dicen que es indispensable que todos adoptemos la dieta vegana porque la industria cárnica es mucho más contaminante que la agrícola. A la más mínima saltan con algún informe de la ONU recomendando esta dieta, y de allí no pasan. Bien, no perdamos el tiempo discutiendo esto y supongamos que sí. ¿La actual superficie de cultivo bastaría para alimentar a los actuales 7.000 millones de habitantes? Tampoco perdamos el tiempo con esto y supongamos también que sí. Pero, ¿bastaría para 8.000?, ¿y para 9.000?, ¿y para 10.000? Es obvio que más pronto que tarde sería necesaria la tala de bosques para ganar tierra de cultivo, algo que conllevaría la muerte de gran cantidad de vida animal. De hecho, estaríamos hablando de pérdida de ecosistemas y extinción de especies. Resolviendo esta encrucijada en un sentido u otro, en algún momento se llegaría a la misma situación de colapso que con cualquier otro modelo productivo.

Y es que el modelo productivo que asumamos a lo sumo puede demorar el colapso, nunca detenerlo. Las razones son dos, a saber:
  • Si la población vive prósperamente, se reproduce y crece.
  • En un espacio finito los recursos son necesariamente finitos.
Con todo, se marca un límite que antes o después será alcanzado. Esto no admite discusión.

En todos los modelos, conforme nos acerquemos al punto crítico de productividad irán proliferando las hambrunas con cada vez mayor frecuencia y, una vez alcanzado, se entrará en una situación de equilibrio en la que los excedentes de población irán eliminándose por inanición y epidemias. Por cierto, un apunte. En el modelo vegano, este equilibrio iría acompañado de terribles fluctuaciones, toda vez que un año de malas cosechas comportaría la muerte de millones de personas de un plumazo. En el modelo omnívoro, la diversidad de productos daría más flexibilidad. De todas formas, esto es un detalle que poco importa.

Si queremos evitar el colapso, la única solución es el control de natalidad, algo cuya imposición crea un severo conflicto moral.  Curiosamente, la doctrina vegana suele ofrecer aquí una alternativa. Aduce que su escala de valores incluye una conciencia global que le llevaría a uno a renunciar espontáneamente a tener descendencia como contribución a detener el crecimiento demográfico. Suponiendo que sea eso creíble, que ya es suponer, ¿por qué esa capacidad de renuncia sería exclusiva del vegano integrista? Al fin y al cabo, estamos hablando de un problema de subsistencia no ya de la vida animal sino de nuestra propia especie. ¡Qué mejor que un especista para preocuparse del asunto!

Lo más respetuoso con la vida animal:

Es innegable que la postura vegana es en extremo respetuosa con la vida animal. De hecho, no lo puede ser más. Vaya esto por delante.

Ahora bien, aun concediendo que el ser humano, a diferencia de otras especies depredadoras, pueda alterar su dieta y sobrevivir con alimentos exclusivamente vegetales, es cuestionable calificar a alguien de inmoral por el mero hecho de seguir la dieta natural de nuestra especie. Por supuesto, el vegano integrista no opinará igual y a esta práctica la llamará especismo. Tampoco es un calificativo del que uno deba avergonzarse, aun cuando le sea pronunciado con desprecio. Al fin y al cabo, todos los seres vivos somos especistas. No es un sentimiento de superioridad sino un instinto que contribuye a la supervivencia de unas especies frente a otras menos adaptadas. En el caso de un depredador, éste no cazará sujetos de su misma especie. Las especies que lo hacían se extinguieron por razones obvias. En todo caso, la diferencia con nuestra especie está sólo en el procedimiento. El desarrollo de la civilización nos ha llevado a abandonar las prácticas cazadoras en favor de una actividad cada vez más industrializada.

La moralidad del trato que la industria cárnica dispensa a los animales para facilitarnos el alimento sí es moralmente cuestionable, pero la repulsa a una mala praxis no es exclusiva de la moral vegana. Por supuesto que si, uno tras otro, todos adoptáramos la dieta vegana, desaparecería la industria cárnica y, por ende, ese maltrato animal, pero es ingenuo reducirlo todo a esta solución. En la vida suelen haber diversas maneras de abordar cualquier problema. En el caso que nos ocupa, hay personas que no consumen productos animales, pero también las hay que boicotean marcas que experimentan con animales, las hay que participan en actos de protesta contra el maltrato animal, las hay que colaboran voluntariamente en ONG especializadas, las hay que se implican en la adopción de animales abandonados, las hay que simplemente defienden ideales de respeto hacia la vida animal en su entorno inmediato, como los maestros con sus alumnos o como los padres con sus hijos. Todas son contribuciones nada desdeñables que ayudan a que el mundo camine en cierta dirección. No hace falta irse al purismo de las posturas extremas.

No obstante, el vegano integrista no quiere ni oír hablar de todo esto. El simple hecho de que se disponga de un animal para lo que sea, incluso para poner huevos, ya le parece un delito. Jamás le bastará que unas vacas pazcan tranquilamente por el campo hasta que en cierto momento, sin causar ansiedad ni dolor, sean sacrificadas, aunque con ello sufran incluso menos que si fueran cazadas por un grupo de leones. Pero entonces, ¿por qué esa distinción de animales sintientes? Si debemos alimentarnos de vegetales sólo porque no sufren, ¿por qué no hacerlo de una vaca si el sacrificio tampoco produce sufrimiento? En este punto, la inconsistencia de la doctrina vegana se hace patente:

  • Si lo que le parece inmoral es la muerte, entonces sería igualmente inmoral el acto de matar plantas. Verbigracia, al final sería una doctrina especista y antropocéntrica.
  • Si lo que le parece inmoral es infligir sufrimiento, entonces el sacrificio animal debería parecerle tan irrelevante como arrancar una cebolla mientras éste fuera indoloro.

Ante este dilema, la doctrina vegana se escurre alegando que al matar un ser sintiente estás truncando un ser con intereses. ¿Intereses? ¿Qué intereses? ¿Es eso relevante? Entre las diversas cualidades que hacen la especie humana única en el reino animal, una es su sofisticada capacidad de proyectar a futuro. Vivimos una realidad en la que tenemos deseos, luchamos por objetivos, nos preocupamos por el futuro de nuestros seres queridos, hacemos predicciones a partir de indicios, nos suicidamos cuando no vemos una salida. Esta capacidad construye una prolongación hacia el futuro del individuo que se elimina al matarlo, y esto es inmoral. Bien es verdad que los primates tienen una versión rudimentaria de esta cualidad, pero aquí nadie discute sobre alimentarse de animales salvajes. También algunos experimentos abogan por cierta capacidad de proyección en otras especies, pero es tan embrionaria que no puede considerarse como base de ningún argumento moral incontestable. En un espectro continuo que va desde un virus hasta un ser humano, hay que fijar el punto de disrupción en el lugar más sensato, y eso ya pertenece al terreno de las decisiones personales, no de las verdades irrefutables.

EL AMOR A LA NATURALEZA

La doctrina vegana, en el colmo de la estrechez de miras, se otorga en exclusividad la potestad de amar a los animales. No obstante, y mal le pese, el sentimiento de amor hacia los animales y la naturaleza en general no es exclusivo ni siquiera de la dieta. Culturas como las de las regiones árticas (inuit y yupik) o de las estepas mongolas basan su dieta en productos de origen animal, y en ellas suele darse un profundo respeto hacia la vida que les sirve de sustento. Para los indios de las praderas norteamericanas, el bisonte ha tenido siempre rango de sagrado. En el paleolítico dibujábamos ciervos, caballos y otros animales de caza como primera forma de expresión artística, no lechugas y pepinos. Y en nuestra sociedad actual, salvando las distancias, ocurre otro tanto. A casi todos nos preocupa el medio ambiente y nos disgusta que tantas especies estén al borde de la extinción. A la mayoría nos fascina pasear por el bosque, observar las abejas libando, sentarnos a la orilla de un riachuelo, escuchar la agitación de las hojas de los árboles movidas por el viento. ¿Por qué? Porque somos biófilos desde tiempos ancestrales, amamos la Naturaleza porque sentimos que es nuestro medio. Vivimos en ciudades en las que nos sentimos extraños, y necesitamos escaparnos periódicamente a la que sigue siendo nuestra casa. Muchas son las personas que comparten con cualquier vegano su amor por los animales, sólo que sin que ello condicione su dieta. Eso sí, en general unos y otros coincidirán en que debe abolirse el sufrimiento en todos los ámbitos. No está mal, ¿no? Es algo increíble que este objetivo común sea repudiado.

En general, cualquier postura vital que conlleve sentimientos de amor merece todo el reconocimiento y aprecio. Ahora bien, eso siempre y cuando no sea a la vez fuente de odio. Y, por desgracia, en la doctrina vegana suele aparecer esta doble cara. En vez de mostrarse seductora y paciente, a menudo sufre de una inflexibilidad que termina en desprecio hacia quienes disienten. Así, no es raro que un vegano integrista, enfrentado a un entorno que en su mayoría no sigue sus tesis, caiga en la misantropía, algo paradójico en una doctrina tan pretendidamente piadosa. Personalmente, si una ideología me llevara por semejantes derroteros, desde luego me la cuestionaría, pero muchos no se dan ni cuenta.

Visto lo visto, la doctrina vegana es ante todo una de las diversas maneras de canalizar el amor hacia la naturaleza. Pero el amor no es una cuestión moral. Es amor. Y ante él, pocos razonamientos caben, y mucho menos se inculca a base de argumentos y más argumentos. Se siente o no se siente. Y cuando se siente, cada cual lo expresa a su manera y lo gestiona según su personalidad, sus convicciones, sus aptitudes y sus experiencias previas.

En suma, y ya para concluir, seguir la dieta vegana como acto de respeto hacia la vida animal es una decisión loable, pero no es la decisión que sirva para delimitar a unas personas de otras. La bondad, la honestidad, la solidaridad y la justicia no son valores exclusivos de nadie, bien al contrario, son valores que hemos de compartir y alentar entre todos nosotros por encima de los caminos seguidos por cada cual. Si queremos hacer de éste un mundo mejor, todos hemos de hacer concesiones en pos de la unidad. Si nos enrocamos en propuestas de máximos, vamos mal. No hay otra.