El abuelo del gorrito no para de insistirle en que salga
al balcón. Con ese acento alemán pensado para arrojar esputos, lleva una hora
con la cantinela: que si la tradición de siglos y siglos, que si la multitud
ansía verle, que si patatín, que si patatán. Alrededor revolotea ese enjambre
de sujetos disfrazados con túnicas de colores secundando la exigencia del vejestorio.
¿Tan importante es salir a un balcón a saludar? En la política actual toda esa
parafernalia está obsoleta, pero esos tipejos llevan naftalina en los genes. Jigme
Druk, tirando de clases de autocontrol, trata de hacérselo entender, pero no
hay manera. Si escucharan, pero no. Sólo hablan. Todos a la vez. Y esas caras.
Qué agobio.
Ni veinticuatro horas aquí y ya tiene ganas de dimitir y volverse
a su Bután natal. Nada más llegar, comenzaron los incidentes y ha sido un no
parar. Por lo pronto, toda esa comitiva de estrafalarios no disimuló su
disgusto por ser oriental. Fue muy violento ver aquellas caras de repulsa. «¡Nos
han mandado un butanero!» llegó a exclamar uno. Luego se metieron con la
indumentaria. Se presenta con su mejor traje oscuro de Armani, camisa blanca y
sin ronchas, corbata de seda natural, zapatos negros, rollo corporativo; pero ellos
que no, erre que erre, que allí no se viste así, que se tiene que poner una de
esas túnicas, una blanca, como la del abuelo del gorrito. Pero es que ni
siquiera les gusta el nombre. Pretenden que se lo cambie por otro más al uso y
le pasan una lista: Juan, Pablo, Pío, Gregorio, Calixto, Inocencio, Clemente,
Urbano… qué nombres más cutres; ni hablar.
Por la tarde le llevan a visitar el país. Igual de lamentable.
Parece de juguete, minúsculo pero trufado de edificios exageradamente grandes y
horteras a morir. Cuando se pusieron a trazar planos, los arquitectos tendrían algún
trastorno de megalomanía, a saber. ¿Y qué decir de los del diseño de
interiores? Estancias atiborradas de souvenirs, jarrones, cuadros de marcos
dorados y estatuas de barbudos rodeados de niños regordetes con alas. Cutre
hasta decir basta. Luego el extraño asunto de la población. A Jigme le preocupa,
normal, ya que en unas semanas espera hacer venir a su esposa y a los chavales.
¿En este país no hay mujeres ni niños? Ellos se escandalizan. Pero vamos a ver,
¿qué pinta tanto tío junto? ¿Es un país gay? Se escandalizan todavía más.
Reaccionarios, xenófobos, y ahora también homófobos, pues vaya unas joyas. Mejor
ya ni preguntar por la insólita ausencia de comercios, pero en ningún caso va a
permitir que su primer proyecto como country manager se tuerza así como así, no
señor. Aquí van a cambiar muchas cosas.
El abuelo del gorrito y la cohorte de la naftalina siguen
insistiéndole en que salga al balcón. Caras rojas, gesticulaciones, algarabía,
zarandeos. Jigme los aparta y huye a encerrarse en un cuarto de baño. Echa el
pestillo antes de suspirar aliviado y, por acto reflejo, bajarse los pantalones
y sentarse en la taza. Parece que se han calmado de golpe, algo que aprovecha para
tratar de relajarse. El partner de Politicool le había asegurado que gobernar
este país iba a significar un ascenso espectacular en su carrera profesional.
Sin embargo, ahora se le antoja más bien otra moto que le ha vendido, otra de
tantas. Suspira profundamente y recapitula un poco. En los peores momentos es
saludable recordar de dónde uno viene.
Nació en Bután poco antes de la Gran Revolución, cuando
el país era todavía uno de los más atrasados del mundo, tal y como demostraba el
índice de televisores por habitante. En esa misma época a unos consultores
suecos que pasaban por allí se les ocurrió plantarse en el palacio real y poner
sobre la mesa un contrato de externalización de todo el aparato político por
cuatro años. Nunca a nadie se le había ocurrido algo así, pero el rey,
impresionado ante esos tipos trajeados y agobiado con las finanzas, simplemente
firmó. Total, peor no podía ir todo. Uno de los encorbatados asumió la
presidencia, el resto ocupó diversos ministerios, y luego hicieron venir a
otros compañeros para ir ocupando un cargo tras otro. Hasta montaron un partido
de la oposición, que a poco se oponía pero hacía como que sí. Mientras el rey se
convertía en un adorno dedicado a sus pasiones cinegéticas, el nuevo gobierno asumía
los asuntos de estado con discreción. Un presidente tan rubio resultaba raro, pero
el pueblo era majo y preguntaba poco.
Y Bután prosperó, vaya si prosperó. Pasados los cuatro
años, se había convertido en un paraíso financiero donde los ricos se pegaban
por pasar unos días de relax. El país de los maletines. No habían grandes
explotaciones mineras, petrolíferas, agrícolas ni ganaderas, ni falta que
hacían.
–¿Todo bien? –pregunta alguien desde el otro lado de la
puerta.
Jigme da un respingo. Vaya con la preguntita, ¿qué se
supone que debería responder?, ¿que va restreñido?
–Cinco minutos –contesta.
En fin. Se enciende un cigarrillo. Hacía días que no
fumaba. Vivir en persona aquella etapa de florecimiento marcó a Jigme, que se fijó
desde niño el objetivo de terminar trabajando para Politicool, la consultoría
política nacida de aquella aventura. Siempre ha sido un romántico.
Mientras Jigme iba atesorando éxitos como estudiante, Politicool
se fue expandiendo a ritmo frenético. A Bután le siguió Zimbabwe, luego Afganistán,
luego el salto a Europa tomando las riendas de Albania y Andorra. En diez años caería
el primer grande, Francia: Liberté, égalité, fraternité et professionnalisme.
Obviamente, surgieron otras empresas para competir. No obstante, el pastel era
grande, y ahora, cuarenta años después, pocos son los países que por
romanticismo se resistan a dejar su política en manos de profesionales. Sólo
quedan algunos muy anclados en las tradiciones. Y ahora justamente uno de estos
acaba de caer. La demencia senil del abuelo del gorrito se ha revelado como el
detonante. Un día se presentó ante la multitud en calzoncillos y dando saltos.
Los incondicionales enseguida montaron una tal orden de los calzones inquietos
y cada año salen a saltar en paños menores por la calle. Pero esos lapsus venían
siendo cada vez más frecuentes y la clase dirigente por fin ha asumido la
necesidad de reinventarse.
El que Jigme haya sido designado para presidir este país
significa la culminación a una carrera de casi veinte años. Empezó como becario,
periodo de prueba en el que hizo de diputado de la oposición en Vietnam. La
labor desarrollada le mereció un contrato profesional y la designación como asesor
del ministro de cultura de Camboya. Al cabo de tres años el 90% de los camboyanos
sabía tocar el clavicordio, y desde entonces no ha parado de ascender. Ahora
viene de hacer de country assistant de Malasia, lo que los tradicionales llaman
vicepresidente. Primero compró la franquicia de Al-Qaeda para reconvertirla en
una asociación de aficionados al aeromodelismo. Luego diseñó el proceso de
fusión con Indonesia, país que, en bancarrota, simularon invadir. Se hizo traer
para ello ejércitos de alquiler, que son muy humanos. Como a menudo los
contendientes son de la misma empresa, rara vez se lían a tiros. Fue un
exitazo.
Del otro lado de la puerta empiezan a llegar voces de
impaciencia que sacan a Jigme de su ensimismamiento. «¿Piensa quedarse ahí
encerrado? Los fieles aguardan» exclama el del gorrito mientras empieza a aporrear
la puerta. Jigme toma aire. Ha tenido que trabajar muy duro para llegar hasta
aquí y no se va a dar por vencido a las primeras de cambio, no señor.
–¡Voy voy! –grita mientras asiente para sí.
El recogimiento de un lavabo siempre es fuente de
lucidez. De familia agnóstica, el cristianismo siempre le había parecido algo
muy lejano, probablemente tanto como el sintoísmo japonés para un occidental. Apenas
sabe que todos son seguidores de un profeta llamado Jesús que se han terminado
dividiendo en un galimatías de clanes. Es incapaz de captar la diferencia entre
ortodoncios, calvos, protestones, angelicales, mamones o catódicos. Está claro
que debería haberse preparado mejor el traspaso de poderes. Se ha confiado
demasiado y eso es siempre un error. Sin embargo, para todo hay solución, claro
que sí. Está a tiempo de enderezar el rumbo. Ahora, por lo pronto, si quieren
un discursito, lo tendrán. Vaya que si lo tendrán. Jigme se levanta y sale del
baño todo energía. Allá vamos. Los tipos de las túnicas suspiran. «¿No tira de
la cadena?» inquiere el ingenuo de turno. Ni caso. Jigme hace ademán de salir al
balcón. Le detienen. Tanto insistir y ahora que no. Exasperante. Mientras uno de
ellos se pone a encender papeluchos en la chimenea en pleno mes de julio, el
resto vuelve a insistir con lo de la indumentaria. Era eso, qué pesados, ya ni
se acordaba. Uno le viene con el vestidito blanco, otro con una especie de
cucurucho que pretende ponérselo por sombrero, otro con un bastón enorme. Esto
no es carnaval. Se zafa de todos ellos y sale al balcón.
Caracoles. El país será canijo, pero qué de gente. En una
plaza dominada por una especie de misil que amenaza con salir disparado, una multitud
expectante se apiña como puede. Tanto es así, que, para caber, han de
permanecer todos con el pie izquierdo levantado. El séquito carcamal ha salido
tras él y ahora aguarda con gesto preocupado. No le quitan ojo de encima. Uno,
sin pedir permiso, se acerca al micrófono y grita “¡Habemus Papa!” o algo así. Jigme
lo aparta de un empujón y se coloca delante del micrófono. Recorre con la
mirada el escenario. Arriba, las nubes deambulan ajenas a todo asunto terrenal.
Estaría bien que lloviera, pero se las ve muy enclenques. Para hacer tiempo, se
pone a dar pequeños golpes al micrófono con el índice. Mientras busca palabras,
descubre al del gorrito tumbado en el suelo. Se detiene. Aquello no es muy
normal.
–¿Qué diantre le pasa? –pregunta Jigme al señor de negro
de su izquierda.
–Es su antecesor. Como el cargo es vitalicio, mejor que nadie
le vea. Quedaría… daría que hablar. No saben nada.
–¿Y es necesario que se arrastre de ese modo? Podría
esperar dentro, digo yo.
–Quiere supervisar el traspaso de poderes. Siempre ha
sido muy minucioso. Es alemán.
Jigme se encoge de hombros y agarra el micrófono. Toca
improvisar, algo que nunca ha sido su fuerte. Un niño tose.
–Probando, probando, sí, sí, no, no.
Suena un pitido momentáneo. Allá vamos.
–Pueblo del Vaticonyo. Me dirijo… –el señor de negro le interrumpe
con un disimulado codazo– ¿Sí?
–No es Vatico…, bueno, eso. Es Vaticano –le susurra al
oído. Jigme cuenta hasta tres y asiente con gesto conciliador. No es cuestión
de discutir por una basura de nombre. Allá vamos de nuevo.
–Pueblo del Vaticano. Me dirijo a todos vosotros… –El del
suelo está tirándole del pantalón– ¡Y ahora qué cojones pasa!
Una exclamación se propaga a través de la plaza y se
aleja por las calles de la ciudad.
–En latín, se lo ruego, en latín, por Dios –le susurra de
nuevo al oído el de negro–. Es el idioma tradicional de aquí.
–¿Tradicional?
–Sí, es el idioma que se hablaba hace siglos, una
reliquia.
–Ah, y la gente lo entiende.
–No.
Jigme, a punto de explotar, trata de olvidar tanta tontería
y centrarse en buscar las palabras. Pasan los segundos. Un par de palomas
levantan el vuelo. Pasan más segundos. Piensa en el modelo A-7 de discurso,
usado recientemente en Inglaterra y que tanto gustó a la reina momia esa que tenían.
Ni latín ni leches; en inglés. Este país necesita modernizarse, eso está claro,
y el tema tiene que ir por ahí. Entonces quizás mejor el B-15. Sí, mejor,
aunque con modificaciones. A la porra las tradiciones, duro con ellas. Abajo, un
hombre grita «¡Totus tuus!» y la gente le hace callar. Jigme traga saliva.
Ahora sí.
–Vaticanianos y vaticanianas, el mundo evoluciona y no
podemos quedarnos anclados en el pasado. Por eso he venido, por eso me tenéis aquí,
para mirar hacia el futuro. Todos juntos, con paso firme y mirada serena, henchidos
de orgullo. Aquí y ahora queda dicho para la posteridad que todo cambiará –el
de negro le da otro discreto codazo, Jigme se lo devuelve, el de negro gimotea–.
El tiempo de las tradiciones obsoletas ha terminado. Y empezaremos con el latín…
–el abuelo vuelve a tirarle del pantalón, Jigme sacude la pierna– ¡Al infierno
el latín!
La gente se mira entre sí y pone caras raras. Murmullos. Jigme
da media vuelta. Hay que reconocer que el discurso no ha salido redondo, pero tampoco
le pagan por eso. Se ha formado lío alrededor del abuelo. Al predecesor le ha
dado algún tipo de pasmo. Yace convulsionado en el suelo, con la cara azulada y
los ojos dispuestos a abandonar las órbitas en pos de nuevos mundos. Parece un
muñeco, un muñeco calvo, ya que el gorrito ha rodado medio metro y la brisa se
entretiene con él. La patada ha sido suave, así que serán cosas de la edad,
pero no pinta nada bien. Jigme se encoge de hombros. ¿No era el cargo
vitalicio? Pues mira por dónde, por una tradición que van a mantener, menos
quejarse.
Jigme se aleja. Dejará pasar un tiempo, para que no sea
dicho, pero tendrá que hablar con el partner más pronto que tarde para exigirle
el transfer. Hace años que tiene identificado el país ideal. Sol, playa, buena
comida, gente afable, lo tiene todo. Desgraciadamente, el dinero hace que los
políticos de allí y una mafia que se hace llamar Los Bombones se agarren como
lapas a sus poltronas, pero él lleva tiempo diseñando un plan minucioso y ya va
siendo hora de ejecutarlo. ¡A por España!