25 feb 2013

La toma de posesión


El abuelo del gorrito no para de insistirle en que salga al balcón. Con ese acento alemán pensado para arrojar esputos, lleva una hora con la cantinela: que si la tradición de siglos y siglos, que si la multitud ansía verle, que si patatín, que si patatán. Alrededor revolotea ese enjambre de sujetos disfrazados con túnicas de colores secundando la exigencia del vejestorio. ¿Tan importante es salir a un balcón a saludar? En la política actual toda esa parafernalia está obsoleta, pero esos tipejos llevan naftalina en los genes. Jigme Druk, tirando de clases de autocontrol, trata de hacérselo entender, pero no hay manera. Si escucharan, pero no. Sólo hablan. Todos a la vez. Y esas caras. Qué agobio.
Ni veinticuatro horas aquí y ya tiene ganas de dimitir y volverse a su Bután natal. Nada más llegar, comenzaron los incidentes y ha sido un no parar. Por lo pronto, toda esa comitiva de estrafalarios no disimuló su disgusto por ser oriental. Fue muy violento ver aquellas caras de repulsa. «¡Nos han mandado un butanero!» llegó a exclamar uno. Luego se metieron con la indumentaria. Se presenta con su mejor traje oscuro de Armani, camisa blanca y sin ronchas, corbata de seda natural, zapatos negros, rollo corporativo; pero ellos que no, erre que erre, que allí no se viste así, que se tiene que poner una de esas túnicas, una blanca, como la del abuelo del gorrito. Pero es que ni siquiera les gusta el nombre. Pretenden que se lo cambie por otro más al uso y le pasan una lista: Juan, Pablo, Pío, Gregorio, Calixto, Inocencio, Clemente, Urbano… qué nombres más cutres; ni hablar.
Por la tarde le llevan a visitar el país. Igual de lamentable. Parece de juguete, minúsculo pero trufado de edificios exageradamente grandes y horteras a morir. Cuando se pusieron a trazar planos, los arquitectos tendrían algún trastorno de megalomanía, a saber. ¿Y qué decir de los del diseño de interiores? Estancias atiborradas de souvenirs, jarrones, cuadros de marcos dorados y estatuas de barbudos rodeados de niños regordetes con alas. Cutre hasta decir basta. Luego el extraño asunto de la población. A Jigme le preocupa, normal, ya que en unas semanas espera hacer venir a su esposa y a los chavales. ¿En este país no hay mujeres ni niños? Ellos se escandalizan. Pero vamos a ver, ¿qué pinta tanto tío junto? ¿Es un país gay? Se escandalizan todavía más. Reaccionarios, xenófobos, y ahora también homófobos, pues vaya unas joyas. Mejor ya ni preguntar por la insólita ausencia de comercios, pero en ningún caso va a permitir que su primer proyecto como country manager se tuerza así como así, no señor. Aquí van a cambiar muchas cosas.
El abuelo del gorrito y la cohorte de la naftalina siguen insistiéndole en que salga al balcón. Caras rojas, gesticulaciones, algarabía, zarandeos. Jigme los aparta y huye a encerrarse en un cuarto de baño. Echa el pestillo antes de suspirar aliviado y, por acto reflejo, bajarse los pantalones y sentarse en la taza. Parece que se han calmado de golpe, algo que aprovecha para tratar de relajarse. El partner de Politicool le había asegurado que gobernar este país iba a significar un ascenso espectacular en su carrera profesional. Sin embargo, ahora se le antoja más bien otra moto que le ha vendido, otra de tantas. Suspira profundamente y recapitula un poco. En los peores momentos es saludable recordar de dónde uno viene.
Nació en Bután poco antes de la Gran Revolución, cuando el país era todavía uno de los más atrasados del mundo, tal y como demostraba el índice de televisores por habitante. En esa misma época a unos consultores suecos que pasaban por allí se les ocurrió plantarse en el palacio real y poner sobre la mesa un contrato de externalización de todo el aparato político por cuatro años. Nunca a nadie se le había ocurrido algo así, pero el rey, impresionado ante esos tipos trajeados y agobiado con las finanzas, simplemente firmó. Total, peor no podía ir todo. Uno de los encorbatados asumió la presidencia, el resto ocupó diversos ministerios, y luego hicieron venir a otros compañeros para ir ocupando un cargo tras otro. Hasta montaron un partido de la oposición, que a poco se oponía pero hacía como que sí. Mientras el rey se convertía en un adorno dedicado a sus pasiones cinegéticas, el nuevo gobierno asumía los asuntos de estado con discreción. Un presidente tan rubio resultaba raro, pero el pueblo era majo y preguntaba poco.
Y Bután prosperó, vaya si prosperó. Pasados los cuatro años, se había convertido en un paraíso financiero donde los ricos se pegaban por pasar unos días de relax. El país de los maletines. No habían grandes explotaciones mineras, petrolíferas, agrícolas ni ganaderas, ni falta que hacían.
–¿Todo bien? ­–pregunta alguien desde el otro lado de la puerta.
Jigme da un respingo. Vaya con la preguntita, ¿qué se supone que debería responder?, ¿que va restreñido?
–Cinco minutos –contesta.
En fin. Se enciende un cigarrillo. Hacía días que no fumaba. Vivir en persona aquella etapa de florecimiento marcó a Jigme, que se fijó desde niño el objetivo de terminar trabajando para Politicool, la consultoría política nacida de aquella aventura. Siempre ha sido un romántico.
Mientras Jigme iba atesorando éxitos como estudiante, Politicool se fue expandiendo a ritmo frenético. A Bután le siguió Zimbabwe, luego Afganistán, luego el salto a Europa tomando las riendas de Albania y Andorra. En diez años caería el primer grande, Francia: Liberté, égalité, fraternité et professionnalisme. Obviamente, surgieron otras empresas para competir. No obstante, el pastel era grande, y ahora, cuarenta años después, pocos son los países que por romanticismo se resistan a dejar su política en manos de profesionales. Sólo quedan algunos muy anclados en las tradiciones. Y ahora justamente uno de estos acaba de caer. La demencia senil del abuelo del gorrito se ha revelado como el detonante. Un día se presentó ante la multitud en calzoncillos y dando saltos. Los incondicionales enseguida montaron una tal orden de los calzones inquietos y cada año salen a saltar en paños menores por la calle. Pero esos lapsus venían siendo cada vez más frecuentes y la clase dirigente por fin ha asumido la necesidad de reinventarse.
El que Jigme haya sido designado para presidir este país significa la culminación a una carrera de casi veinte años. Empezó como becario, periodo de prueba en el que hizo de diputado de la oposición en Vietnam. La labor desarrollada le mereció un contrato profesional y la designación como asesor del ministro de cultura de Camboya. Al cabo de tres años el 90% de los camboyanos sabía tocar el clavicordio, y desde entonces no ha parado de ascender. Ahora viene de hacer de country assistant de Malasia, lo que los tradicionales llaman vicepresidente. Primero compró la franquicia de Al-Qaeda para reconvertirla en una asociación de aficionados al aeromodelismo. Luego diseñó el proceso de fusión con Indonesia, país que, en bancarrota, simularon invadir. Se hizo traer para ello ejércitos de alquiler, que son muy humanos. Como a menudo los contendientes son de la misma empresa, rara vez se lían a tiros. Fue un exitazo.
Del otro lado de la puerta empiezan a llegar voces de impaciencia que sacan a Jigme de su ensimismamiento. «¿Piensa quedarse ahí encerrado? Los fieles aguardan» exclama el del gorrito mientras empieza a aporrear la puerta. Jigme toma aire. Ha tenido que trabajar muy duro para llegar hasta aquí y no se va a dar por vencido a las primeras de cambio, no señor.
–¡Voy voy! –grita mientras asiente para sí.
El recogimiento de un lavabo siempre es fuente de lucidez. De familia agnóstica, el cristianismo siempre le había parecido algo muy lejano, probablemente tanto como el sintoísmo japonés para un occidental. Apenas sabe que todos son seguidores de un profeta llamado Jesús que se han terminado dividiendo en un galimatías de clanes. Es incapaz de captar la diferencia entre ortodoncios, calvos, protestones, angelicales, mamones o catódicos. Está claro que debería haberse preparado mejor el traspaso de poderes. Se ha confiado demasiado y eso es siempre un error. Sin embargo, para todo hay solución, claro que sí. Está a tiempo de enderezar el rumbo. Ahora, por lo pronto, si quieren un discursito, lo tendrán. Vaya que si lo tendrán. Jigme se levanta y sale del baño todo energía. Allá vamos. Los tipos de las túnicas suspiran. «¿No tira de la cadena?» inquiere el ingenuo de turno. Ni caso. Jigme hace ademán de salir al balcón. Le detienen. Tanto insistir y ahora que no. Exasperante. Mientras uno de ellos se pone a encender papeluchos en la chimenea en pleno mes de julio, el resto vuelve a insistir con lo de la indumentaria. Era eso, qué pesados, ya ni se acordaba. Uno le viene con el vestidito blanco, otro con una especie de cucurucho que pretende ponérselo por sombrero, otro con un bastón enorme. Esto no es carnaval. Se zafa de todos ellos y sale al balcón.
Caracoles. El país será canijo, pero qué de gente. En una plaza dominada por una especie de misil que amenaza con salir disparado, una multitud expectante se apiña como puede. Tanto es así, que, para caber, han de permanecer todos con el pie izquierdo levantado. El séquito carcamal ha salido tras él y ahora aguarda con gesto preocupado. No le quitan ojo de encima. Uno, sin pedir permiso, se acerca al micrófono y grita “¡Habemus Papa!” o algo así. Jigme lo aparta de un empujón y se coloca delante del micrófono. Recorre con la mirada el escenario. Arriba, las nubes deambulan ajenas a todo asunto terrenal. Estaría bien que lloviera, pero se las ve muy enclenques. Para hacer tiempo, se pone a dar pequeños golpes al micrófono con el índice. Mientras busca palabras, descubre al del gorrito tumbado en el suelo. Se detiene. Aquello no es muy normal.
–¿Qué diantre le pasa? –pregunta Jigme al señor de negro de su izquierda.
–Es su antecesor. Como el cargo es vitalicio, mejor que nadie le vea. Quedaría… daría que hablar. No saben nada.
–¿Y es necesario que se arrastre de ese modo? Podría esperar dentro, digo yo.
–Quiere supervisar el traspaso de poderes. Siempre ha sido muy minucioso. Es alemán.
Jigme se encoge de hombros y agarra el micrófono. Toca improvisar, algo que nunca ha sido su fuerte. Un niño tose.
–Probando, probando, sí, sí, no, no.
Suena un pitido momentáneo. Allá vamos.
–Pueblo del Vaticonyo. Me dirijo… –el señor de negro le interrumpe con un disimulado codazo– ¿Sí?
–No es Vatico…, bueno, eso. Es Vaticano –le susurra al oído. Jigme cuenta hasta tres y asiente con gesto conciliador. No es cuestión de discutir por una basura de nombre. Allá vamos de nuevo.
–Pueblo del Vaticano. Me dirijo a todos vosotros… –El del suelo está tirándole del pantalón– ¡Y ahora qué cojones pasa!
Una exclamación se propaga a través de la plaza y se aleja por las calles de la ciudad.
–En latín, se lo ruego, en latín, por Dios –le susurra de nuevo al oído el de negro–. Es el idioma tradicional de aquí.
–¿Tradicional?
–Sí, es el idioma que se hablaba hace siglos, una reliquia.
–Ah, y la gente lo entiende.
–No.
Jigme, a punto de explotar, trata de olvidar tanta tontería y centrarse en buscar las palabras. Pasan los segundos. Un par de palomas levantan el vuelo. Pasan más segundos. Piensa en el modelo A-7 de discurso, usado recientemente en Inglaterra y que tanto gustó a la reina momia esa que tenían. Ni latín ni leches; en inglés. Este país necesita modernizarse, eso está claro, y el tema tiene que ir por ahí. Entonces quizás mejor el B-15. Sí, mejor, aunque con modificaciones. A la porra las tradiciones, duro con ellas. Abajo, un hombre grita «¡Totus tuus!» y la gente le hace callar. Jigme traga saliva. Ahora sí.
–Vaticanianos y vaticanianas, el mundo evoluciona y no podemos quedarnos anclados en el pasado. Por eso he venido, por eso me tenéis aquí, para mirar hacia el futuro. Todos juntos, con paso firme y mirada serena, henchidos de orgullo. Aquí y ahora queda dicho para la posteridad que todo cambiará –el de negro le da otro discreto codazo, Jigme se lo devuelve, el de negro gimotea–. El tiempo de las tradiciones obsoletas ha terminado. Y empezaremos con el latín… –el abuelo vuelve a tirarle del pantalón, Jigme sacude la pierna– ¡Al infierno el latín!
La gente se mira entre sí y pone caras raras. Murmullos. Jigme da media vuelta. Hay que reconocer que el discurso no ha salido redondo, pero tampoco le pagan por eso. Se ha formado lío alrededor del abuelo. Al predecesor le ha dado algún tipo de pasmo. Yace convulsionado en el suelo, con la cara azulada y los ojos dispuestos a abandonar las órbitas en pos de nuevos mundos. Parece un muñeco, un muñeco calvo, ya que el gorrito ha rodado medio metro y la brisa se entretiene con él. La patada ha sido suave, así que serán cosas de la edad, pero no pinta nada bien. Jigme se encoge de hombros. ¿No era el cargo vitalicio? Pues mira por dónde, por una tradición que van a mantener, menos quejarse.
Jigme se aleja. Dejará pasar un tiempo, para que no sea dicho, pero tendrá que hablar con el partner más pronto que tarde para exigirle el transfer. Hace años que tiene identificado el país ideal. Sol, playa, buena comida, gente afable, lo tiene todo. Desgraciadamente, el dinero hace que los políticos de allí y una mafia que se hace llamar Los Bombones se agarren como lapas a sus poltronas, pero él lleva tiempo diseñando un plan minucioso y ya va siendo hora de ejecutarlo. ¡A por España!

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